Debo ser sincero. Nunca jamás sentí tanto placer para jugar al fútbol como aquella vez en la casa de mis abuelos; y debo decir, para ser más preciso, en el jardín de mi abuela.
Pero no fue una vez cualquiera, fue una de esas contadas con una sola mano en que la familia decidió dejarnos juntos por algunas horas, cuidándonos a nosotros mismos y cuidando la casa. Craso error, nadie habló de cuidar el jardín. Mientras los más grandes celebraban en Punta Negra y en estricto privado la ‘pedida’ de mi Padrino, allí estábamos mi hermano, mi primo y yo, en Chorrillos, disputando en apenas cinco o seis horas la fase previa, octavos, semifinales y final del mejor campeonato mundial de fútbol de la historia, definición por penales incluida.
La emoción del fútbol nos privó de la conciencia de que en medio de nuestra cancha había algunos árboles frutales, y así, entre pelotazo y pelotazo, salía volando como el arquero algún plátano -verde aún-, algún higo, algún intento de papaya y con mayor frecuencia, algunas de las uvas de la pequeña parra montada hacia un costado y convertida en el único pero perfecto arco de fútbol de nuestro estadio. A esto hay que agregarle el tremendo adversario común que era en realidad un inmenso pino, que entre partido y partido dejaba las huellas de su asfixiante marca.
La ‘pedida’ aflojó, el campeón fue coronado y el estadio se terminó de caer en pedazos. Las horas habían transcurrido y nuestras conciencias se habían hecho humo; pero mi tía Taliche, que debe estar ahora en el cielo carcajeándose de lo que escribo, las materializó de un solo porrazo y con un par de carajos bien pronunciados. Y si creen que lo hizo por defender a mi abuela porque a su edad podía resultar fácilmente manejable por nosotros, se equivocan de cabo a rabo. Además de un par de sapos y culebras -seguro los primeros de su vida-, pelota decomisada y estadio clausurado, mi abuela nos convirtió en jardineros por algunas semanas.
Repasando estas líneas viene inevitablemente a mi presente una pregunta: ¿Sería capaz -si pudiese retroceder el tiempo-, de volver a convertir el jardín de mi abuela en cancha de fútbol, ese mismo día y esas mismas horas, con todas las consecuencias que aquello nos trajo? La respuesta aflora de manera inmediata: de hecho que sí, pero tendría más cuidado con la implacable marca del pino.