De la noche a la mañana, el estadio lo tenía en la puerta de mi casa, ¡en la puerta de mi casa!, ahí nomás de mi cuarto, de mi ventana. Era simplemente abrir la puerta, para pasar de la casa al estadio, y viceversa. Además y todavía, era verano, así es que no había que perder las horas en el colegio ni en las tareas, era dedicarse al fútbol todo el tiempo y el estadio en la puerta de mi casa.
Los partidos que normalmente duraban todo el día, ahora abarcarían también parte de la noche, …la buena iluminación nos lo permitiría. Desayuno y fútbol, almuerzo y fútbol, cena y fútbol, ¡…qué días aquellos! A partir de las ocho de la mañana empezaban a llegar los jugadores, vestidos ya de corto, y arrancaba el partido. Sobre la una de la tarde abandonábamos la cancha para meternos, al vuelo, algo de comida en el estómago. Si no salíamos de inmediato era por culpa de los padres, de las mamás para ser más precisos y sus discursos con el tiempo de hacer la digestión como tema central. A las tres se reanudaban las acciones con el marcador tal cual lo habíamos dejado. A la seis y media de la tarde otro descanso. Ya a las ocho de la noche no llegaban todos, y por lo tanto el partido no era oficial, pero igual jugábamos. Así nos pasábamos los días, las noches, hasta que de un momento a otro, otra vez de la noche a la mañana, el estadio que estaba en la puerta de mi casa desaparecía. Claro, siempre fuimos conscientes de que ese momento llegaría, pero sabíamos también que no pasarían muchos meses para volver a tenerlo ahí mismo.
Hoy, como ciudadano común con el derecho de voto que legítimamente me asiste, cuestionaría hasta el hartazgo su repetitivo proceder. En todo caso, desde el niño que fui, gracias señor alcalde, por ser tantas y tan seguidas las veces que cerró la avenida José Olaya, allá en Chorrillos, para arreglar sus pistas y permitirnos, de paso, convertir algunas de sus cuadras en nuestro más grande estadio de fútbol, con iluminación artificial y palcos suites incluidos.