miércoles, 19 de octubre de 2011

Gracias señor Alcalde


De la noche a la mañana, el estadio lo tenía en la puerta de mi casa, ¡en la puerta de mi casa!, ahí nomás de mi cuarto, de mi ventana. Era simplemente abrir la puerta, para pasar de la casa al estadio, y viceversa. Además y todavía, era verano, así es que no había que perder las horas en el colegio ni en las tareas, era dedicarse al fútbol todo el tiempo y el estadio en la puerta de mi casa.

Los partidos que normalmente duraban todo el día, ahora abarcarían también parte de la noche, …la buena iluminación nos lo permitiría. Desayuno y fútbol, almuerzo y fútbol, cena y fútbol, ¡…qué días aquellos! A partir de las ocho de la mañana empezaban a llegar los jugadores, vestidos ya de corto, y arrancaba el partido. Sobre la una de la tarde abandonábamos la cancha para meternos, al vuelo, algo de comida en el estómago. Si no salíamos de inmediato era por culpa de los padres, de las mamás para ser más precisos y sus discursos con el tiempo de hacer la digestión como tema central. A las tres se reanudaban las acciones con el marcador tal cual lo habíamos dejado. A la seis y media de la tarde otro descanso. Ya a las ocho de la noche no llegaban todos, y por lo tanto el partido no era oficial, pero igual jugábamos. Así nos pasábamos los días, las noches, hasta que de un momento a otro, otra vez de la noche a la mañana, el estadio que estaba en la puerta de mi casa desaparecía. Claro, siempre fuimos conscientes de que ese momento llegaría, pero sabíamos también que no pasarían muchos meses para volver a tenerlo ahí mismo.

Hoy, como ciudadano común con el derecho de voto que legítimamente me asiste, cuestionaría hasta el hartazgo su repetitivo proceder. En todo caso, desde el niño que fui, gracias señor alcalde, por ser tantas y tan seguidas las veces que cerró la avenida José Olaya, allá en Chorrillos, para arreglar sus pistas y permitirnos, de paso, convertir algunas de sus cuadras en nuestro más grande estadio de fútbol, con iluminación artificial y palcos suites incluidos.

miércoles, 20 de julio de 2011

La cancha de los muertos


Eran ya pasadas las dos de la madrugada, hora inusual para un partido de fútbol, sin embargo, los veintidós jugadores corrían sin desmayo detrás de la añorada pelota. Las luces del estadio se encontraban apagadas, no se podía distinguir los equipos, pero allí estaban, chocando repetidamente unos con otros, sin camisetas, sin uniformes, transpirando en seco y dándole sin parar al balón, convencidos además de poder anular por completo cualquier opción de cansancio.

En medio de la cancha se escuchaban muy lejanos los cánticos de los hinchas, sus gritos, sus silbidos y hasta sus ocasionales mentadas de madre. Los goles se anotaban en la misma medida en que se perdían y siempre había alguien atento a todas las estadísticas. Antes del canto del gallo vecino el partido llegaba a su fin, ya empezaba a amanecer, y cada quien recogía sus pasos lenta y pausadamente hacia su destino. La madrugada siguiente habría una nueva oportunidad para marcar otro gol, y la subsiguiente  también, seguro, para fallar otros varios, para desbordar por alguna de las puntas y sacar el centro, para volar en una atajada digna de aplauso, para meterse una buena chalaca o tirarse en palomita, para, en fin, seguir sintiendo el mismo placer de jugar por jugar, de hacer lo que siempre les gustó hacer.

A un cuarto para las seis de la mañana ya no había nadie. La cancha estaba vacía, las tribunas también, manteniéndose el silencio sepulcral idéntico desde la tarde anterior en que el guardián le echaba candado. El estadio se levantaba inmenso, majestuoso, y las primeras luces del alba le otorgaban una vista espectacular. Quién diría que algunos años atrás, allí mismo pero más abajo, vivía el antiguo cementerio.

martes, 21 de junio de 2011

La pelota marchita

Alicia fue una pelota que nació en el estadio y vivía feliz, todas las semanas la llamaban para que participara en uno y otro partido del campeonato local, incluso pudo estar en algunos encuentros de Copa Libertadores, Copa Sudamericana y hasta Eliminatorias Mundialistas. María en cambio, nació en la casa de enfrente y andaba cada vez más marchita porque creció entre flores y plantas delicadas que le negaban de plano su legítimo y natural derecho de rodar. Sucedió que una vez María saltó el cerco de la casa en donde vivía con el propósito de ingresar al estadio. En el corto pero a la vez peligroso camino debió sortear un sinfín de obstáculos que se le presentaban de la nada y que la obligaban a hacer gala de su destreza hasta que, al pie del cerco de rejas que debía traspasar para llegar a su destino, un niño la alzó, la abrazó a su cuerpo y no la quiso soltar más.

Mañana, tarde y noche el niño vivía abrazado a María y a lo que su redondez representaba, cosa que se entiende desde un humano de edad corta pero que se convierte en una real amenaza para los intereses de libertad de cualquiera. Y así, con María en el pecho del niño, transcurrieron largos e inacabables los días hasta que una mañana fría y nublada, típicamente limeña, el niño se la llevó al colegio. María entonces se encontró rodeada de numerosas piernas grises y zapatos negros que la empujaban de un lado a otro, sin permitirle siquiera un respiro. Rebotando logró descubrir que una parte del enmallado que seguía al muro perimétrico del colegio estaba suelta y calculó al ojo que su cuerpo podría caber fácilmente por allí. Decidido el plan -que era además el único que tenía-, aprovechaba cada puntapié de los niños para impulsarse lo más que podía, rebotaba con todas sus fuerzas para llegar lo más alto posible y lograr escapar, pero el objetivo estaba demasiado arriba. Entonces pasó. Uno de esos abusivazos de secundaria se metió por donde jugaban los niños y ¡juacatán!, por puro gusto le metió tal zapatazo a María que ésta no tuvo necesidad siquiera de tomar mayor impulso ya que el vuelo le permitió pasar por encima de la malla y hasta lograr divisar, gracias a la altura que consiguió, en dónde estaba su querido estadio.

Con la angustia apoderada de todos sus paños, María apuró el paso para no dar opción alguna a que la recogieran nuevamente. Rueda y rueda llegó a divisar la torre del recinto deportivo. Sorteó piernas, perros y bicicletas por las veredas; ticos, combis y mototaxis por las pistas, hasta que llegó a estar nuevamente al pie del cerco de rejas. Sin más trámite, saltó de la vereda a la pista para tomar el primer rebote, luego fue dándose más impulso hasta que a su propia voz de ¡uno, dos, tres! saltó hacia el otro lado del cerco. Inmenso fue su dolor cuando en ese tránsito la punta de una de las rejas rozó con su redondo cuerpo, produciéndole un ligero corte por el que empezó a perder el aire, y con él su vida. Ya en agonía, el dolor de María crecía porque jamás podría hacer realidad su sueño de rodar y rebotar en un estadio, en su querido estadio. Apenas un instante después, María dejó correr una lágrima por su rostro y con un cortísimo suspiro se despidió, marchita, del estadio, de su sueño y del mundo mismo.

La atajada del siglo


Empezaré por decir que lo que escribo a continuación es exacto y real como el Real Blondell, porque los que escriben suelen decir que la exageración es un recurso. Juanito Rodena, alias “Alimaña”, era todo un personaje cuando se cuadraba en el pórtico. Siempre fue un placer enfrentarlo; tenerlo como compañero, en cambio, era todo un suplicio.

Recuerdo haber peloteado cientos de veces con él o contra él, en la pista, en un rectángulo de cemento y también en uno verde, y recuerdo, cómo no, haber disfrutado de tenerlo al frente, victoria cantada, y haber llevado a colapsar mi hígado teniéndolo al lado, derrota segura. En el barrio le llevábamos la cuenta de los goles, los que le hacían y le hacíamos, claro. Tranquilamente pasó los mil, pero tranquilamente… Él, sin embargo, fiel al arco y al castigo, seguía cuadrado siempre allí, comiéndose los goles por docena. La joda podía llegar suave o inclemente, inmisericorde, pero con él no era; imperturbable, parecía inmune a la crítica despiadada y casi siempre destructiva.

Una tarde, sin embargo, pasó de ser villano a héroe en un mismo partido. Estuvo a punto de marcar el gol más increíble del mundo y terminó luciéndose en la atajada del siglo y, todo, ya lo dije, en un mismo partido, en una misma jugada. Corría el minuto veintitantos de un partido de Campeonato de Liga Distrital, tercera división, disputado en la antigua Cancha de los Muertos de Chorrillos, ahora Estadio Municipal. En el “por partes verde” se enfrentaba el Real Blondell Fútbol Club versus algún otro equipo de la liga. Al Blondell lo conocía porque en sus filas figuraban algunos amigos del barrio; además y por si fuera poco, allí tapaba Juanito. Del otro equipo, ni el nombre. El partido estaba empatado y Juanito tenía la pelota entre sus manos, forradas con guantes de verdadero arquero, dispuesto a reventarla y a tratar de vencer su récord personal haciéndola pasar siquiera de dos cuartos de cancha. Uno, dos, tres botes al balón; uno, dos, tres pasos antes de hacer el contacto y ¡plum!, la pelota inició un rápido y perfecto ascenso. Derecho, muy derecho, el balón subía casi sobre el mismo sitio del saque. ¿Viento?, ni una pizca. Juanito miraba para arriba y, con los brazos extendidos para atrapar nuevamente la redonda amenaza, daba un paso para adelante, otro para atrás, dos pasos para la derecha, tres para la izquierda… En pleno baile y con la mirada al cielo Juanito tropezó con sus propios pies y tendido en el suelo, desesperado por volver a pararse, veía cómo la pelota caía cual bomba a una velocidad sin precedentes hasta que ¡plum! nuevamente, dio un bote en la irregular cancha con toda la intención de meterse en su propio arco. Nadie sabe hasta ahora cómo, pero Juanito desde el suelo logró volar con el brazo izquierdo completamente extendido hasta tocar ligeramente el balón y desviar así su trayectoria, enviándolo directamente al tiro de esquina. De villano a héroe en un mismo partido, qué partido, en una misma jugada.

No me pregunten qué se oía en las tribunas en ese momento, o cuál fue el resultado final del partido, estaba demasiado atónito con lo que pasaba en ese pedazo de la cancha como para distraer mi atención con nimiedades. Lo que sí les puedo asegurar es que deben haber varios más como yo, que a partir de ese día comprendimos lo inmenso que es el fútbol y, claro, Juanito, que terminó por convertirse en el peor arquero que jamás vi pero que cuenta entre sus escasos laureles el haber sido actor principal de la atajada del siglo, ni mucho más, ni mucho menos.

martes, 31 de mayo de 2011

El jardín de la abuela

Debo ser sincero. Nunca jamás sentí tanto placer para jugar al fútbol como aquella vez en la casa de mis abuelos; y debo decir, para ser más preciso, en el jardín de mi abuela.

Pero no fue una vez cualquiera, fue una de esas contadas con una sola mano en que la familia decidió dejarnos juntos por algunas horas, cuidándonos a nosotros mismos y cuidando la casa. Craso error, nadie habló de cuidar el jardín. Mientras los más grandes celebraban en Punta Negra y en estricto privado la ‘pedida’ de mi Padrino, allí estábamos mi hermano, mi primo y yo, en Chorrillos, disputando en apenas cinco o seis horas la fase previa, octavos, semifinales y final del mejor campeonato mundial de fútbol de la historia, definición por penales incluida.

La emoción del fútbol nos privó de la conciencia de que en medio de nuestra cancha había algunos árboles frutales, y así, entre pelotazo y pelotazo, salía volando como el arquero algún plátano -verde aún-, algún higo, algún intento de papaya y con mayor frecuencia, algunas de las uvas de la pequeña parra montada hacia un costado y convertida en el único pero perfecto arco de fútbol de nuestro estadio. A esto hay que agregarle el tremendo adversario común que era en realidad un inmenso pino, que entre partido y partido dejaba las huellas de su asfixiante marca.

La ‘pedida’ aflojó, el campeón fue coronado y el estadio se terminó de caer en pedazos. Las horas habían transcurrido y nuestras conciencias se habían hecho humo; pero mi tía Taliche, que debe estar ahora en el cielo carcajeándose de lo que escribo, las materializó de un solo porrazo y con un par de carajos bien pronunciados. Y si creen que lo hizo por defender a mi abuela porque a su edad podía resultar fácilmente manejable por nosotros, se equivocan de cabo a rabo. Además de un par de sapos y culebras -seguro los primeros de su vida-, pelota decomisada y estadio clausurado, mi abuela nos convirtió en jardineros por algunas semanas.

Repasando estas líneas viene inevitablemente a mi presente una pregunta: ¿Sería capaz -si pudiese retroceder el tiempo-, de volver a convertir el jardín de mi abuela en cancha de fútbol, ese mismo día y esas mismas horas, con todas las consecuencias que aquello nos trajo? La respuesta aflora de manera inmediata: de hecho que sí, pero tendría más cuidado con la implacable marca del pino.