Eran ya pasadas las dos de la madrugada, hora inusual para un partido de fútbol, sin embargo, los veintidós jugadores corrían sin desmayo detrás de la añorada pelota. Las luces del estadio se encontraban apagadas, no se podía distinguir los equipos, pero allí estaban, chocando repetidamente unos con otros, sin camisetas, sin uniformes, transpirando en seco y dándole sin parar al balón, convencidos además de poder anular por completo cualquier opción de cansancio.
En medio de la cancha se escuchaban muy lejanos los cánticos de los hinchas, sus gritos, sus silbidos y hasta sus ocasionales mentadas de madre. Los goles se anotaban en la misma medida en que se perdían y siempre había alguien atento a todas las estadísticas. Antes del canto del gallo vecino el partido llegaba a su fin, ya empezaba a amanecer, y cada quien recogía sus pasos lenta y pausadamente hacia su destino. La madrugada siguiente habría una nueva oportunidad para marcar otro gol, y la subsiguiente también, seguro, para fallar otros varios, para desbordar por alguna de las puntas y sacar el centro, para volar en una atajada digna de aplauso, para meterse una buena chalaca o tirarse en palomita, para, en fin, seguir sintiendo el mismo placer de jugar por jugar, de hacer lo que siempre les gustó hacer.
A un cuarto para las seis de la mañana ya no había nadie. La cancha estaba vacía, las tribunas también, manteniéndose el silencio sepulcral idéntico desde la tarde anterior en que el guardián le echaba candado. El estadio se levantaba inmenso, majestuoso, y las primeras luces del alba le otorgaban una vista espectacular. Quién diría que algunos años atrás, allí mismo pero más abajo, vivía el antiguo cementerio.